Siempre he sido muy miedosa. De niña le tenía miedo a la lluvia (ahora solo a tormentas), a los terremotos, a recorrer carreteras angostas con precipicios al costado y mi mayor miedo que hasta ahora no supero: el avión. En cambio mi madre es totalmente diferente. Ella no le tiene miedo a casi nada que yo sepa, tal vez solo a la vejez.
Gracias por aguantar mis mareos en los viajes en bus a Arequipa en vacaciones de verano. Por tener siempre a la mano una bolsa para mí. En los ochenta no existía el bus cama, ni las terramozas y mucho menos baño en el bus. Se paraba en los clásicos restaurantes de carretera con baños horribles y pocas veces limpios. Lo peor era la carretera. En los desiertos iqueños, la panamericana sur desaparecía por las dunas de arena que invadían la pista. Por Chala, se convertía en una trocha de tierra. Así eran los viajes en bus, muy largos, asientos incómodos y con un servicio que parece arcaico si lo comparamos con el actual. Igual mi madre viajaba conmigo y mi hermano todos los veranos, no se complicaba como muchas otras mujeres con sus hijos.
Gracias por llevarme de viaje al Cañón del Colca a pesar de mis miedos al precipicio. En esos años no existía carretera asfaltada a Chivay, solo una trocha angosta que siendo de ambos sentidos, entraba con las justas el bus en varias partes del camino. Cada curva era para mí un martirio. Y lo decía, según mi hermano lo gritaba: «Nos vamos a morir».
Gracias por llevarme a la altura a pesar que sufro de soroche. Hasta Marcahuasi me llevó de viaje, cuando eran contados con los dedos de la mano la cantidad de visitantes los fines de semana en San Pedro de Casta. Contrataron un burro y un caballo para nuestro grupo de 6 personas (mi abuelita, mi tía, mi mamá, mi hermano, mi prima y yo). Así que tocaba turnarnos pero solo entre los niños que yo recuerde. Las madres cedieron su turno y caminaron toda la subida.
Gracias por llevarme de viaje en avión a pesar de mi pánico a volar. No sé en que momento ni por qué surgió esa fobia. Igual tenía que viajar, solo quedaba aguantar. Hasta la fecha es así, solo que ahora el vino es mi gran ayuda. Solo el vino me hace dormir.
Gracias por siempre alentarme cuando comencé a trekkear y escalar. Nunca me pusiste algún «pero» cuando te decía que viajaría varios días por la Cordillera Blanca, a pesar que no te gustaba que viaje de esa forma. Solo enfatizabas que me cuide, que esté atenta y que cuide mi cara del sol.
Gracias por molestarte cuando quería dejar de hacer algo por miedo. Mi madre no es de consolar, para ella solo existe el confrontar. Recuerdo de niña, un domingo de campo por la sierra limeña, había un puente de troncos, inclinado sobre el río y que para mi era peligroso cruzar. Mi madre lo cruzó primero y desde el otro extremo me llamaba. Le dije que tenía miedo, que venga y se molestó tanto que terminé cruzándolo sola.
Gracias eternas, no porque hayan desparecido mis miedos, sino porque me enseñaste a viajar con ellos.»
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